“Habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios.” (Col 3,3) – Imposición de hábito monástico en el monasterio del Pueyo

La sorpresa fue verdaderamente grande cuando, abriendo la ventana de la celda, nuestros ojos se topaban con el blancor que recubría todo, ¡había nevado!

El monte, silencioso y tranquilo más que de costumbre, estaba revestido de su manto de fiesta, el más apropiado por el día: la Encarnación del Hijo de Dios en las entrañas purísimas de la Virgen María, Reina de la entera comarca que acoge la comunidad de monjes del Instituto del Verbo Encarnado, cuya alegría estaba redoblada en la fiesta principal de nuestra querida Congregación.

En ese día, el Verbo, tomando carne humana empezó la obra de nuestra salvación, elevando a la que había nacido sin mancha al estado nada menos que de Madre de Dios; por el cual estaba predestinada desde toda la eternidad. La humanidad recibió una nueva vestimenta, ya que siendo asumida en Cristo, es sanada, redimida, como dice San Ireneo[1].

En el instante de la Encarnación, el Verbo experimentó el ser constituido por el Padre sacerdote y víctima – para lo cual debió asumir la naturaleza humana – y el impulso de su amor indecible hizo un acto soberanamente sacerdotal, al entregarse enteramente a su voluntad[2]; acto que permanece siempre en su corazón sacerdotal.

La comunidad monástica al completo, acompañada por un grupo de Servidoras de la Provincia, los feligreses y amigos del monasterio, y unos jóvenes provenientes de nuestra misión en Lituania con el padre Domingo Avellaneda, misionero allí, hemos celebrado el 33º aniversario del Instituto con la imposición de hábito monástico de los padres Agustín Prado (Argentina) y Alwin Anbu (India), del diácono Andrea Bersanetti (Italia) y del hermano Cristóbal Armijo (Chile).

En el sermón, el padre José Giunta, superior de la casa, ha recordado los elementos claves de la vida contemplativa, de la cual, revestidos con el blanco sayal y el escapulario, estos cuatros monjes son testigos ante los ojos del Padre en aquella inmolación callada y oculta que tiene su modelo originario en los primeros treinta años que el Verbo hecho carne pasó en Nazaret. Tanto – dijo el padre – que  “podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que la casa de Nazaret fue el primer monasterio contemplativo”, escuela de obediencia, silencio, pobreza, recogimiento apartamiento del mundo, soledad; una vida enteramente perdida y sumergida en Dios… en una palabra: vida anonadada.

La vida del monje debe ser espejo del Hijo Eterno del Padre que en este misterio incomprensible de la Encarnación se victimó por nosotros los hombres y por nuestra salvación.

Nazaret puede resultar tiempo completamente perdido, quitado a la predicación, a la acción misionera del Salvador y de su colegio apostólico, al supremo acto de amor que es la Cruz. Sin embargo la escuela del Calvario comienza en la escuela de Nazaret. Si el Calvario es el culmen de la enseñanza de Jesús, Nazaret es su inicio, su fundamento.

Como la nieve aparentemente inútil arriba de las montañas – recordando el ejemplo de Raymond[3] – así la vida de los monjes, conformados con Jesús en su vida oculta, lleva al gran campo de la Iglesia las aguas que dan vida al trabajo de los campesinos que son los misioneros.

El beato Charles de Foucauld escribió que la hora mejor empleada es aquella en que más se ama a Jesús. Y en eso se reduce la vida monástica: vivir amando y amando morir en la Cruz junto a Jesús, que al decir del padre Pío de Pietrelcina, estará agonizando hasta el final del mundo[4]

Demos gracias a Dios y a su Madre la Virgen María por estos nuevos cuatro monjes de nuestro Instituto, encomendándolos a vuestras oraciones para que sigan fieles a tan grande vocación dentro de la Congregación y de la Iglesia, pidiendo que aumente el número de imitadores de Jesús en los misterios de su vida oculta.

Diác. Franceso Lucarelli

[1] Citado en el Documento de Puebla, nº 400. Cfr. Constituciones IVE [11]

[2] Directorio de espiritualidad IVE [71], Cfr. (Heb 5,5)

[3] M. Raymond, La familia que alcanzó a Cristo, Ed. STUDIUM, Madrid 1961, pág.290

[4] Cfr. P. Pio de Pietrelcina (Ep. I pag. 351)

 

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